La evolución es un proceso de cambio biológico que experimentan todos los organismos a través del tiempo, mediante el cual se producen variantes biológicas que generan toda la vasta diversidad de formas de vida que podemos apreciar a nuestro alrededor. Los mecanismos productores de estas variantes son principalmente la selección natural, así como un conjunto de dinámicas ontogenéticas[1] complejas, que, cuando interactúan de forma recíproca con los distintos nichos ecológicos y culturales, moldean los rasgos anatómicos, fisiológicos e, incluso, en algunos organismos complejos como los seres humanos, también pueden modular el comportamiento. En este sentido, la evolución no sólo es un fenómeno biológico verificable, explicado a la luz de una teoría, que, como parte de los supuestos fundamentales de ciencia, sigue en permanente construcción. Se trata, además, de un proceso que directamente injiere en todo lo que somos y en todo lo que hacemos los seres vivos, incluyendo, por supuesto, los aspectos morales humanos.
[1] La ontogenia, es el proceso de formación y desarrollo de un organismo, debido a la fusión de gametos masculino y femenino (cigoto) durante la reproducción sexual, pasando por su maduración sexual, su forma adulta, hasta su senescencia.
En 1836, se publicó un artículo en el South African Christian Recorder intitulado “El estado moral de Tahití”. Sus autores quizá les resulten conocidos: Robert FitzRoy y, en ese entonces, un joven llamado Charles Darwin. El texto es, en concreto, una defensa racista sobre las actividades “bondadosas” que los misioneros evangelizadores cristianos ingleses realizaron en Tahití y Nueva Zelanda. El texto hacía referencia a los comentarios provenientes del explorador Ruso Otto Von Kotzebue, quien argumentaba que, en realidad, los misioneros cristianos habían sido mucho más perjudiciales que benéficos para dichos pueblos, y que únicamente habían servido como tapadera de las ambiciones colonialistas europeas. 1
La evolución no sólo es un fenómeno biológico verificable, explicado a la luz de una teoría, que, como parte de los supuestos fundamentales de ciencia, sigue en permanente construcción. Se trata, además, de un proceso que directamente injiere en todo lo que somos y en todo lo que hacemos los seres vivos, incluyendo, por supuesto, los aspectos morales humanos.
Después de defender de forma general las actividades de los evangelizadores, Darwin y FitzRoy centraron sus comentarios a lo que denominaron el “mejorado” estado moral de Tahití:
Sería deseable ver lo que se ha hecho en Otaheite (ahora llamado Tahití) y Nueva Zelanda para convertir a los bárbaros…el Beagle permaneció una parte del pasado mes de noviembre en Otaheite o Tahití. No he visto en ninguna otra parte del mundo comunidad más ordenada, pacífica e inofensiva 2.
Por supuesto, los autores sabían que independientemente de la acción de los misioneros, los tahitianos probablemente siempre habían sido decentes, por lo que, en el resto del texto, se enfocaron en construir algunos argumentos a favor de la tesis de la influencia de los misioneros, que fueran opuestos a la interpretación de la posible bondad “natural” de los tahitianos. El propio Darwin enfatiza que, antes de que llegara la civilización occidental, los tahitianos conformaban un pueblo bastante “dudoso”:
En líneas generales, pienso que el estado de la moralidad y de la religión en Tahití es muy estimable…los sacrificios humanos, las guerras más sangrientas, el parricidio y el infanticidio, el poder de los cultos idólatras, y un sistema impregnado de una lujuria sin parangón en los anales del mundo; todo ello ha sido abolido. La hipocresía, el libertinaje, la intemperancia, se han visto muy reducidos gracias a la introducción del cristianismo renacentista3.
Todos estos alegatos entre FitzRoy y Darwin contra Von Kotzebue, o entre Melioristas, tenían algo en común: miraban a algunos pueblos como primitivos en un sentido progresista eurocéntrico, pero con la capacidad de mejorar, claro está, al occidentalizarse. Esto contrasta con la postura de los deterministas biológicos que consideran a otras culturas como incapaces de alterar su condición cognitiva inferior, con lo cual justifican el colonialismo, el esclavismo, el racismo 4 y, en suma, una dominación ideológica y económica perpetua -algo que el propio Darwin volvió a enfatizar en The Descent of Man, en 1871-. Lo anterior nos remite al debate entre la concepción ética maquiavélica sobre la naturaleza humana que postula la maldad congénita, contra el paradigma moral de la bondad humana innata, el mito del buen salvaje de Rousseau 5, pero, sobre todo, reaviva el viejo conflicto antropológico entre la naturaleza y la crianza, y yo diría que es más, entre la filogenia versus la ontogenia.
Lo anterior nos remite al debate entre la concepción ética maquiavélica sobre la naturaleza humana que postula la maldad congénita, contra el paradigma moral de la bondad humana innata, el mito del buen salvaje de Rousseau, pero, sobre todo, reaviva el viejo conflicto antropológico entre la naturaleza y la crianza, y yo diría que es más, entre la filogenia versus la ontogenia.
Como cualquier cosa relacionada con el comportamiento, la moral tiene un pasado biológico, ligado evidentemente al proceso evolutivo de las funciones cognitivas en los primates, que ha permitido la emergencia de comportamientos sociales complejos, como el que caracteriza a los humanos. Pero eso no lo es todo, y es aquí en donde retomo el debate: es evidente que eso que los humanos llamamos “moral”, es decir, ese conjunto de principios, valores, creencias, costumbres y tradiciones mediadas socialmente que regulan y norman nuestra conducta a partir de valores y juicios que permean nuestra toma de decisiones, con el objetivo de establecer “buenas” relaciones sociales, tiene enorme afinidad con distintos componentes del comportamiento social observado en muchos animales, principalmente entre los simios 6.
Antes de que aparecieran las primeras religiones, las virtudes éticas y dianoéticas aristotélicas, o el deontologismo kantiano, ya existían algunos elementos cognitivos básicos para la construcción de un esquema moral, como parte de un paquete social innato entre diversos mamíferos, entre los que por supuesto se encuentran los primates. Parafraseando a Frans de Waal, la empatía, la compasión, la reciprocidad, incluso la justicia y la equidad, no fueron inventadas durante la revolución francesa, son elementos cognitivos diseminados entre muchos animales, como lo seres humanos, que en su conjunto producen una mayor capacidad para un comportamiento pro social.
Pero, aunque los humanos, al igual que nuestros parientes simios, evolucionamos en pequeños grupos, donde cooperar y ser sensible a las necesidades, intenciones y al ánimo de los demás integrantes de nuestro grupo, promoviendo así límites a nuestros intereses egoístas, fue algo fundamental para la supervivencia de las especies 7, tenemos comportamientos morales mucho más complejos que la suma de estos elementos cognitivos, particularmente porque hemos construido un nicho cultural. Este nicho cultural, entre muchas otras cosas, se ha encargado de hacer más compleja nuestra biología neuronal, con lo que hemos pasando de una percepción social básica de primate –que distingue lo correcto e incorrecto– a la implementación contextual de reglas, castigos y leyes que, de forma institucionalizada, regulan nuestra conducta, moldeando así, nuestra capacidad cognitiva para percibir “el bien y el mal”, a partir de un nicho de aprendizaje particular.
Como prácticamente ningún otro ser vivo, los humanos no somos buenos ni malos por naturaleza. No nacemos maquiavélicos ni rousseaunianos, simplemente tenemos algunas capacidades biológicas, producto de nuestro proceso evolutivo, que ponderan ciertos comportamientos pro-sociales. Pero, finalmente, es el contexto ecológico, social y cultural en el que nos desarrollamos, el que contribuye de forma significativa, a través del aprendizaje, en la construcción de nuestros valores morales.
No nacemos maquiavélicos ni rousseaunianos, simplemente tenemos algunas capacidades biológicas, producto de nuestro proceso evolutivo, que ponderan ciertos comportamientos pro-sociales. Pero, finalmente, es el contexto ecológico, social y cultural en el que nos desarrollamos, el que contribuye de forma significativa, a través del aprendizaje, en la construcción de nuestros valores morales.
Durante todo este tiempo pandémico que nos ha tocado vivir, hemos visto desfilar un sinfín de comportamientos morales, algunos sumamente empáticos y cooperativos, pero también hemos visto -mayoritariamente- comportamientos poco solidarios, inmaduros, egoístas e incluso irracionales, como el acaparamiento de víveres, medicamentos y ahora también de vacunas, así como poca empatía por los enfermos y por quienes los atienden, y, por supuesto, por los menos favorecidos socialmente. Incluso hemos sido testigos de casos penosos en los que profesionales de la salud, gente cercana a los gobiernos, y personajes bien posicionados económicamente, aprovechándose de su estatus de privilegio, han intentado evadir los protocolos éticos sanitarios que intentan regular a partir de criterios científicos el proceso de vacunación, de manera social, justa y equitativa, para favorecerse a ellos mismos y a sus familiares antes que a otros. Lo mismo ha ocurrido con toda la enorme cantidad de noticias falsas que inundan los medios de comunicación, que han priorizado intereses políticos y económicos, en detrimento del enorme esfuerzo científico por paliar la golpiza física, económica y emocional que la pandemia ha provocado en las personas.
Por supuesto, el texto de Darwin y FitzRoy, junto con sus enormes prejuicios racistas, sin pretenderlo, nos muestra que, en efecto, la moral humana es un tema que, más allá de innatismos, se construye durante la ontogenia, por medio del aprendizaje, y sobre todo, durante la infancia y la adolescencia, momentos en los cuales nuestro neurodesarrollo es mucho más susceptible a la influencia del medio ambiente ecológico, social y cultural. Así que el SARS–CoV–2 puede ser todo lo pernicioso para nuestro organismo, como no lo habíamos visto en mucho tiempo, pero, retomando un poco las enseñanzas contenidas en La Peste, de Camus, queda claro que lo peor de una epidemia (en este caso, una pandemia) no es necesariamente la parte biológica, sino la moral; la moral, que, como cualquier otra cosa ligada a la biología, no es solo un asunto de naturaleza, sino también de crianza, de aprendizaje.
Así que el SARS–CoV–2 puede ser todo lo pernicioso para nuestro organismo, como no lo habíamos visto en mucho tiempo, pero, retomando un poco las enseñanzas contenidas en La Peste, de Camus, queda claro que lo peor de una epidemia (en este caso, una pandemia) no es necesariamente la parte biológica, sino la moral; la moral, que, como cualquier otra cosa ligada a la biología, no es solo un asunto de naturaleza, sino también de crianza, de aprendizaje.
Referencias
1 S. J. Gould, The Moral State of Tahiti, and of Darwin. Natural History, pp. 12-19, October, 1991.
2 Robert FitzRoy and Charles Darwin, A letter, containing remarks on the moral estate of Tahití, New Zealand. South African Christian Recorder, pp. 221-238, September, 1836.
3 Ibid pp. 221-238.
4 Ibid pp. 12-19
5 Lionel A. Mckenzie, «Rousseau’s Debate with Machiavelli in the Social Contract». Journal of the History of Ideas, vol. 43, number 2, April-June, 1982.
6 Frans de Waal, The Bonobo and the Atheist. W.W. Norton and Company, New York, 2013.
7 Ibid
Formado como antropólogo biológico, es doctorante en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), donde realiza estudios acerca de los procesos que desarrollan la creatividad y la innovación en los humanos, dentro del marco de la educación institucional, bajo la tutoría del profesor Agustín Fuentes. Colabora además para la curaduría de las salas de Introducción a la Antropología y Poblamiento de América, del Museo Nacional de Antropología, y también es common people.