Los antecedentes del Museo Nacional de Antropología (MNA) se remontan a la primera mitad del siglo XIX cuando el presidente Guadalupe Victoria decretó, en 1825, la fundación del Museo Nacional. Esta decisión: “[…] refleja una tendencia generalizada entre los países recién independizados de la América española: la de crear museos nacionales o regionales. Así, Chile tuvo su primer museo en 1822, Argentina y Colombia en 1823, Perú en 1826, Bolivia en 1838. Fundar museos se seguía de fundar naciones independientes.” (Achim, 2014, p. 74). Pero como las comunidades son imaginadas (Anderson, 2006) y las tradiciones inventadas (Hobsbawn, 2012), los nuevos Estados-nación tuvieron la urgencia de crear una continuidad “esencial” entre el pasado precolonial, el presente y el soñado futuro, para lo cual tejieron su ser nacional a partir de la relación paradójica entre una población que se asume moderna y reproduce los valores e instituciones de tradición europea (primero criolla y luego mestiza), y otras, históricamente discriminadas y expoliadas que el Estado englobó en la categoría supraétnica de indígena o indio (Bonfil, 2019, p. 22).

Esta supuesta continuidad entre las culturas prehispánicas y los pueblos originarios actuales ha acompañado la construcción del Estado mexicano y es el principal obstáculo para el desarrollo de la etnografía y la museología en este emblemático museo. La creación, en 1887, de la sección de Antropología y Etnografía en el Museo Nacional de México marcó el inicio de la continuidad temporal entre estas disciplinas y lo indígena, en donde la antropología, en concreto, la arqueología, representa el origen de la nación, mientras que la etnografía tiene como tarea dar cuenta de la “continuidad civilizatoria” a partir de la colección y estudio de los pueblos vivos, los cuales, siguiendo el esquema evolucionista clásico de la scala naturae donde los seres vivos se organizan jerárquicamente de lo simple a lo complejo, con los humanos en la cima que se encuentra desde las obras de Platón y Aristóteles, eran vistos como atrasados y sus expresiones culturales como supervivencias de las grandes civilizaciones muertas.
No obstante el éxito inicial de esta ecuación, a partir de los años sesenta del siglo XX es muy difícil de sostener, entre otras cosas, por las luchas decoloniales, por las profundas transformaciones que viven los pueblos originarios, por la proliferación de otros tipos de alteridades no indígenas, por la profesionalización de la antropología social, por los constantes cuestionamientos que los pueblos originarios hacen a la labor antropológica, en general, y a la etnográfica, en particular, y, no podía faltar, por la crisis que desde los años sesenta padecen los museos antropológicos, especialmente los grandes templos nacionales como el MNA.

Desde los estudios museológicos Francisca Hernández explica que el surgimiento de la llamada «nueva museología” en los años 80 del siglo XX respondió a la crisis de los museos tradicionales ─positivistas e historicistas, centrados en la figura del curador y en donde el visitante es pasivo y los procesos de aprendizaje homogéneos─ los cuales son incapaces de responder a los múltiples y acelerados cambios socio-culturales que tienen lugar en el mundo global (Hernández, 2006, pp. 91, 95-98, 123). Por su parte, desde la antropología social, Adam Kuper sostiene que los museos antropológicos están en crisis desde hace décadas (Kuper, 2023, p. 337), sentencia que compartió con las autoridades del MNA quienes expresaron su sorpresa ya que el número de visitantes crece y el recinto es considerado uno de los museos más famosos del mundo. Esta ceguera institucional se explica porque el recinto es la expresión más potente del mito nacional mexicano, es un templo a la nación, al poder político y al orden social tal como lo definió el nobel mexicano Octavio Paz (1972).

“Esta ceguera institucional se explica porque el recinto es la expresión más potente del mito nacional mexicano, es un templo a la nación, al poder político y al orden social tal como lo definió el nobel mexicano Octavio Paz”
Desde su fundación el MNA vive una crisis museológica y antropológica resultado de la necedad institucional de mantener viva la continuidad entre los indios muertos (prehispánicos) y los vivos (contemporáneos). La reestructuración de las salas etnográficas en 2025 da cuenta de esta añeja crisis, la cual ha sido denunciada desde su inauguración en 1964, pero es obviada porque va en contra del mito fundacional del Estado y de su política patrimonial. Si como Adam Kuper vislumbra, el “futuro de los museos antropológicos en México es cuestión de interés nacional” (2023, pp. 337), todo apunta a que será imposible trascender la visión tradicional.
La crítica que planteo es resultado de una etnografía de los públicos y del ámbito curatorial en el área de etnografía del MNA, así como de la comparación de diferentes museos parcial o totalmente etnográficos que comparten la visión “moderna” de la exhibición de las alteridades. Por visión “moderna” entiendo a aquella que, siguiendo a Elaine Heumann (2005) y Jette Sandahl (2005), reproduce dicotomías como salvaje/moderno, alma/materia, cultura/naturaleza, y por supuesto, pasado/presente, entre otras, a partir de las cuales crea y reproduce una mirada evolucionista ortodoxa de los pueblos. Esta visión se contrapone a la perspectiva “nativa” de museos como el Nacional del Indio Americano en Nueva York, en donde se ha optado por privilegiar las curadurías nativas.
En el hipotético continuo que demarcan las visiones moderna y nativa, el MNA tendría que decidir entre seguir preso en la primera y reproducir las formas tradicionales como lo ha hecho hasta ahora; o acaso optar por la segunda para abrazar algunas de las ideas de la nueva museología y de los museos de identidades (Kuper, 2023) o, como propongo, ser etnográfico en sentido estricto, elección que lo obligaría a comprometerse con las exigencias teórico-metodológicas de una disciplina reflexiva, holística, libre de condicionamientos nacionalistas y, por lo tanto, cercana a las propuestas de la museología crítica.

Reflejos
Desde mi ingreso como curador de etnografía en el MNA me llamaron la atención los ríos de gente que visitan las salas arqueológicas y los contados visitantes que subían a conocer las etnográficas. Decidí investigar y medí el tiempo que se tomaban para recorrer mi antigua sala Costa del Golfo de México y resultó que nadie prolongó por más de dos minutos su recorrido. Si consideramos que aquella sala abarcaba dos regiones históricas que comprenden al menos doce pueblos originarios hablantes de lenguas pertenecientes a cuatro familias lingüísticas, es claro que la diversidad cultural y su complejidad pasaron desapercibidas.
En 2016 repetí el ejercicio en la recién inaugurada sala de los pueblos Otopames. A diferencia de mi pesquisa anterior, en esta ocasión cuestioné a los visitantes. Como era de esperar, sabían poco o nada de los pueblos exhibidos y lo único que recordaban eran las piezas más coloridas. El yugo del origen prehispánico y la continuidad de esencias indígenas están detrás de este desinterés, el cual sólo se justifica si convenimos en que los pueblos contemporáneos son supervivencias o fósiles vivos de un mundo pretérito. Para maquillar este lazo nacionalista nada mejor que el recurso retórico al espejo y a la idea de reflejo: soy mexicano porque tengo algo de indígena y por ello puedo mirarme en el rostro genérico que el pasado nos entrega. Pero como no es claro qué de mi es indígena, el museo cumple con la labor de reconocimiento, de identidad, pero no del Yo exterior, mestizo, urbano, nacional; sino del Yo profundo, del México profundo, interior, rural por el que tanta batalla diera Guillermo Bonfil Batalla (1994).

Foto 1. Patio interior del Museo Nacional de Antropología (Leopoldo Trejo, 2024)
Desde la etnografía es obvio que el MNA no es el “gran espejo” del mundo indígena vivo. Discursiva y espacialmente cada planta muestra universos distintos cuya continuidad fue construida por los discursos nacionalistas que inspiraron a los movimientos de independencia a principios del siglo XIX (Early, 2002; Bartra, 2005; López, 2017). En este contexto, para los mexicanos es claro que en la planta baja miramos al indio ancestral o raíz, el guerrero y arquitecto original de nuestra patria, mientras en la primera planta nos enfrentamos con el inmediato, incómodo y contemporáneo a quien no sabemos qué le debemos. Es el indio-problema que durante gran parte del siglo XX justificó las políticas racistas de aculturación o asimilación dirigida, pero que entrado el siglo XXI es presentado, por el mismo Estado etnocida, como riqueza patrimonial a salvaguardar.
El problema para el Estado nacional y sus museos fue que decenas de pueblos sobrevivieron a los colonialismos español e interno, y en pleno siglo XXI defienden sus identidades y territorios y no se ajustan al modelo arqueológico del indio-raíz o reflejo forzando un cambio de perspectiva. Pero ¿cómo se trasciende el plano del reflejo arcaizante? Las estrategias que hemos implementado desde 1964 a la fecha han fracasado porque el lazo de continuidad entre las salas arqueológicas y las etnográficas es incapaz de dar cuenta de las transformaciones sufridas a lo largo de cinco siglos ─como era el plan original─, y al contrario, plantea y refuerza la falsa permanencia del México prehispánico en un sinnúmero de colectivos cuya especificidad histórica y cultural es anulada gracias a la categoría supraétnica de indígena, la cual ya es constitucional.

“Las estrategias que hemos implementado desde 1964 a la fecha han fracasado porque el lazo de continuidad entre las salas arqueológicas y las etnográficas es incapaz de dar cuenta de las transformaciones sufridas a lo largo de cinco siglos ─como era el plan original─, y al contrario, plantea y refuerza la falsa permanencia del México prehispánico en un sinnúmero de colectivos cuya especificidad histórica y cultural es anulada gracias a la categoría supraétnica de indígena, la cual ya es constitucional”
El obligado contraste que el museo plantea entre las dos plantas pone en una situación complicada a los curadores-etnógrafos, pues frente a la grandeza de las civilizaciones prehispánicas debemos hacer malabares para que la diferencia cultural actual no sea leía como continuidad, sino como un discurso de diferencia y resistencia. Por eso es prioritario asumir que no se trata de un solo museo de lo “indígena”, sino de dos museos diferentes reunidos en el mismo espacio arquitectónico. Si el espejo arqueológico es metáfora de lo conocido, de lo reconocible, de lo idéntico; trascenderlo supone volver extraño lo que a primera vista se contempla propio, identificable.
Si tuviera que distinguir radicalmente los ejercicios arqueológico y etnográfico en el MNA, apostaría por las distancias ópticas que las definen. La arqueología nace del abismo histórico real e insalvable que prevalece entre el observador y las piezas expuestas; entre ellos existe una brecha de comunicación que permite el juego especular (especulativo en tanto no hay disidencia). La arqueología es monólogo frente al espejo. Por su parte, la etnografía no conoce distancias insalvables, al contrario, postula su imposibilidad a menos que decida retomar su vieja jerga colonialista. Pero al rechazarlas se ve forzada a construir sus propios abismos en el presente para convencerse de que más allá de la evolución, el desarrollo y el folclore, los pueblos y los colectivos contemporáneos producen diferencias que no reflejan lo nacional. Roger Bartra tuvo razón cuando afirmó que:

Si el Museo deja de ser una galería espectacular de las señas de la identidad nacional, la función de la etnografía puede cambiar sustancialmente. Puede dejar de ser la guía de zombis indigenistas que transitan como turistas por sus salas, para convertirse en una disciplina capaz de descifrar no sólo supervivencias exóticas, sino también señales de la modernidad y la posmodernidad. (2006, p. 347).
Contextos
Ingresé al área de Etnografía del MNA no por vocación museológica, sino por la necesidad de un trabajo. Mi conocimiento sobre los museos era nulo, ya que durante los años que estudié etnología jamás tuve una clase, materia, taller o plática dedicada a la investigación en estos recintos, la curaduría y, menos aún, sobre museología. Durante las primeras semanas mis colegas me instruyeron en el nuevo oficio, el cual se limitaba a resolver problemas de catalogación y a planificar nuevas adquisiciones a partir del reconocimiento de “vacíos” en las diferentes colecciones. Cuando pregunté sobre las exposiciones me dijeron que la sala que me correspondía había sido reestructurada cuatro años antes, por lo que tendría que esperar al menos 20 años para una nueva reorganización integral.
Aunque en las dos décadas que pasé en el MNA llegué a escuchar que hubo grandes museólogos como Luis Vázquez, Iker Larrauri e incluso Pedro Ramírez Vázquez, poco o nada se habló o discutió sobre museología. En un escenario así, cada profesional piensa al museo desde su disciplina (Hernández, 2006; Lorente, 2006), de tal manera que los colegas arqueólogos curan desde la arqueología, mientras que los etnógrafos, desde la etnografía. Así, sin dirección pero convencido de que las cosas no iban bien, fui desarrollando ideas que resultaron muy próximas a la museología crítica. A partir de la premisa de que la diferencia etnográfica no se descubre ni se mira a simple vista, lo primero que cuestioné fue la reproducción de contextos. ¿Por qué durante décadas nos preocupó tanto que los mundos de los pueblos originarios fueran reproducidos detalladamente? Pedro Ramírez Vázquez, arquitecto del flamante edificio del MNA, nos da la respuesta:
Esas salas [etnográficas] presentaban mayores problemas de expresión museográfica, pues no deseábamos perder su valor antropológico, histórico y vivo, sin caer en lo que fácilmente pueden resultar las soluciones con inclinaciones decorativas y no científicas. Con la asesoría y dirección de los responsables de cada una de las salas de etnografía, el montaje fue siempre muy exigente de la autenticidad; por ello, cuando el guión planteaba la reproducción de un hábitat específico, se trasladaban a México los mismos habitantes de las zonas, con todos sus materiales de construcción, muebles y enseres para auxiliarnos, aunque en realidad, dirigieron a los arquitectos y museógrafos. (Ramírez, 2006, p. 53).
La recreación de contextos, solución muy recurrida hasta la reestructuración de 2025, está ligada a las ideas de reflejo y “autenticidad” y nos enfrenta al problema de las relaciones que se juegan entre los objetos, los contextos recreados y los textos que los describen, es decir, nos enfrentan al problema de la representación. La comparación entre la tumba del rey maya Pakal ─arqueológica─ y la desaparecida casa totonaca ─etnográfica─ me servirá de ejemplo. Pakal fue y sigue siendo un gobernante maya del periodo Clásico (205-950 d.C.); por su parte, de la señora que vivía en la casa totonaca no sabemos nada, salvo que era totonaca y que, a juzgar por la casa de bambú, palma y tierra, también pobre. No se trata únicamente de la oposición entre el nombre de un rey arqueológico contra el anonimato del indígena etnográfico, sino de la oposición entre el pasado glorioso que refleja, y el inevitable presente cuya proximidad y diferencia incomodan.

“No se trata únicamente de la oposición entre el nombre de un rey arqueológico contra el anonimato del indígena etnográfico, sino de la oposición entre el pasado glorioso que refleja, y el inevitable presente cuya proximidad y diferencia incomodan”
Como Jonathan Friedman (1992) señaló, desde el presente modelamos el pasado y nos proyectamos hacia el futuro. Claro que para realizar esta labor de reconocimiento es necesario carecer de referentes, de rostros capaces de decirse a sí mismos. La reproducción de contextos arqueológicos no se vive artificial porque se sabe artificial de antemano; al no existir referentes ni disidencia, la diferencia se da por sentada. En etnografía ocurre lo contrario, pues es casi imposible carecer de referencias propias de los pueblos originarios que, desgraciadamente, distan de ser positivas, sobre todo si tienen lugar en centros urbanos o en zonas rurales marginadas en donde la desigualdad social se hace patente. El estereotipo que tenemos de los indígenas contemporáneos resulta incómodo porque refleja quinientos años de colonialismo.

Foto 2. Casa totonaca de la costa. Antigua sala Costa del Golfo de México (1964-2025), MNA. (Leopoldo Trejo Barrientos, 10 de marzo de 2008).
A pesar de los movimientos de reivindicación de los pueblos que luchan contra este estereotipo la brecha social y el prejuicio histórico terminan opacando a aquellas postales que nos muestran pueblos exitosos y orgullosos de su diferencia, los cuales, afortunadamente, son cada vez más y en el mediano plazo, quizá, fuercen un cambio de visión en los museos. Mientras esto ocurre, ¿cómo hacemos para que el público urbano interprete como diferencia digna a las ropas extrañas, los pisos de tierra y los altares con dioses de papel? ¿Cómo hacemos para que no correlacione la situación de pobreza y marginación con los complejos mundos simbólicos que presentamos detrás de las vitrinas?
Si nuestra intención no es denunciar el rezago social ─el Estado nos lo prohíbe─ sino promover el conocimiento de otros mundos, la reproducción de contextos es de poca ayuda. A pesar de ser detalladas y fieles, las casas etnográficas y las maquetas parecen más artificiales que las tumbas prehispánicas porque no hemos sabido generar un extrañamiento cultural capaz de cancelar la mirada hacia el pasado. Por lo tanto, a pesar de que en la última reestructuración se han reducido notablemente, afirmo que la reproducción de contextos y ambientaciones atenta contra la diferencia antropológica.
En lugar de convertir a las casas y maquetas en la imagen de cualquier día en cualquier comunidad, nuestra obligación es resaltar sus características arquitectónicas pero, sobre todo, las correspondencias simbólicas que tienen con otros planos de la vida social. Con los maniquíes ocurre algo parecido; podríamos suprimirlos para profundizar en el sentido cósmico de un pañuelo, o bien, en los índices de autoridad y género de tal o cual textil. La acumulación de objetos y los discursos lineales y asertivos ya no funcionan y es necesario, como propone la museología crítica, apostar a los recorridos fragmentados y a la generación de interrogantes. El Diablo está en los detalles, no en los contextos. La fidelidad nos quita la responsabilidad política de la creación, es decir, de la elección. Si la curaduría es un ejercicio de selección-creación de contenidos, la fidelidad no tiene cabida pues sugiere objetividad, una de las primeras renuncias que hace la museología crítica, la cual busca, en su lugar, la exacerbación de las subjetividades (Lorente, 2006, 2015, 2019, 2021; Hernández, 2006).

“El Diablo está en los detalles, no en los contextos. La fidelidad nos quita la responsabilidad política de la creación, es decir, de la elección. Si la curaduría es un ejercicio de selección-creación de contenidos, la fidelidad no tiene cabida pues sugiere objetividad, una de las primeras renuncias que hace la museología crítica, la cual busca, en su lugar, la exacerbación de las subjetividades”
Lo mismo sucede con nuestras cédulas y guías. Estos textos no deberían describir lo que la gente está mirando; al contrario, tendrían que advertir al visitante que lo que observa no es lo que cree que observa. Así como no hay un vínculo “natural” entre el pasado y el presente, tampoco existe uno entre el objeto y el texto que lo nombra. Una plancha circular de barro que sirve para cocer las tortillas de maíz debe dejar de ser un comal para convertirse, por ejemplo, en un altar a la Luna.

Figura 1. Así como René Magritte jugó con las relaciones entre el texto y la imagen de una pipa, tendríamos que jugar con la relación entre los objetos etnográficos y los prejuicios del público. Entre las mujeres totonacas el “comal” también es usado para ofrendar a la Luna y curar padecimientos menstruales o para superar dificultades para embarazarse. En este tipo de asociaciones no evidentes tenemos que hacer hincapié y no en la función cotidiana.
Fuente: Imagen creada por Leopoldo Tejo Barrientos.
Arriesguémonos a mostrar, mediante obstáculos y juegos, las analogías que cada pueblo establece sobre su mundo. En este sentido, las largas y anónimas cédulas explicativas sólo son un viejo y agotado pretexto para evitar la autoría de un verdadero texto antropológico que en lugar de descripciones “objetivas” y “fieles”, exponga las hipótesis, las dudas y las rutas de nuestras interpretaciones.
Del otro lado del espejo
Los grandes museos nacionales como el MNA difícilmente pueden trascender sus muros para alcanzar a las comunidades y los territorios y ser un factor de transformación local, como plantea la nueva museología (Hernández, 2006; Lorente, 2006). Sin embargo, con fines de representación objetiva, la museología tradicional ha normalizado que las comunidades vayan a mostrarse al museo. En los últimos días de octubre de 2006 un grupo de hombres totonacos acudió al MNA para montar la desaparecida danza de los Viejos. Aprovechando su estancia, visitamos las salas arqueológica y etnográfica del Golfo de México ya que, en teoría, en ambas deberían de reconocerse. En la primera dilatamos más de una hora, en la segunda, menos de media; en la primera posaron junto una cabeza olmeca y se llevaron fotografías de recuerdo, en la segunda no. ¿Qué idea, qué duda, qué nuevo conocimiento pudieron haber sacado de su experiencia en la sala etnográfica que los representa?

Foto 3. Danza de Viejos y celebración del día de Todos Santos y Fieles Difuntos de los totonacos de la Huasteca en el MNA (Leopoldo Trejo Barrientos, 2006).
Las salas arqueológicas despertaron mayor interés entre mis amigos totonacos. No obstante, a diferencia del público en general, ellos sí se reconocieron en la sala etnográfica con todo y que dicho reconocimiento no se tradujo en curiosidad ni interés. Respecto al primer punto es fundamental marcar una diferencia abismal, pues el gusto por lo arqueológico no tuvo motivaciones nacionalistas. Para ellos las piezas arqueológicas no son evidencia arcaizante de un pasado glorioso, sino su presente; son las “antiguas” de las que dependen los ciclos pluviales, las buenas cosechas y los poderes que permiten el quehacer chamánico. Para ellos la arqueología no es Historia patria ni reflejo, al contrario, da cuerpo al presente de sus creencias religiosas.
“Para ellos la arqueología no es Historia patria ni reflejo, al contrario, da cuerpo al presente de sus creencias religiosas”
Foto 4. Músicos totonacos en su visita a la sala Mexica del Museo Nacional de Antropología (Leopoldo Trejo Barrientos, 2010).

Escaleras arriba manifestaron indiferencia. El ejercicio de mirarse como objeto de museo les hizo tomar conciencia de que su mundo es “curioso” para nosotros. Espejo para que el mexicano mestizo se reconozca “indio”, la sala Costa del Golfo de México fue para los totonacos un recordatorio de nuestros prejuicios sobre ellos y de la manera en que ellos mismos los han interiorizado. Por eso este tipo de réplicas tienen que decir más de lo que muestran; tenemos que lograr que cualquier público se extrañe, posponiendo cualquier intento de reconocimiento. De ahí la urgencia de exhibir hipótesis y no verdades, pues aquéllas aseguran un desafío interpretativo para los visitantes que, quizá, darán lugar a múltiples dudas según el capital cultural de los diferentes públicos.
Otro ejemplo de la preocupación nativa sobre la manera en que los representamos tuvo lugar en 1999. Para dar mayor presencia a la región Huasteca respecto al Totonacapan, el equipo curatorial decidió incorporar la réplica de una casa teenek. A diferencia de la totonaca, esta habitación es de planta circular, solución arquitectónica asociada a los fuertes vientos que durante los veranos y otoños azotan a la Huasteca. Fieles a la museología tradicional de los años sesenta, durante el proceso se invitó a gente de las comunidades teenek para que la construyeran y decoraran.
La casa era impecable. Estructuralmente las posibilidades de modificación eran acotadas y puedo afirmar que la recreación fue arquitectónicamente “fiel” al mundo de allá. No obstante, quedaba la duda de si efectivamente “allá” las casas teenek están tan arregladas. Sabedores de que serían vistos como el reflejo “indio” de lo nacional, optaron por maquillar el contexto al grado que, al menos para el etnógrafo, el ejercicio rayaba en la falsedad. Este caso nos enfrenta a un viejo dilema: ¿debemos los curadores hacernos a un lado para que sean los indígenas los que decidan cómo ser representados tal como propone la visión nativa que se expresa en los “museos de identidades” (Kuper, 2023)? ¿Es la visión nativa la única opción para evitar el oxidado discurso colonialista de la antropología y sus museos? Lanzada a bocajarro sólo podemos asentir.

“Este caso nos enfrenta a un viejo dilema: ¿debemos los curadores hacernos a un lado para que sean los indígenas los que decidan cómo ser representados tal como propone la visión nativa que se expresa en los “museos de identidades” (Kuper, 2023)? ¿Es la visión nativa la única opción para evitar el oxidado discurso colonialista de la antropología y sus museos? Lanzada a bocajarro sólo podemos asentir”
Concediendo que algún día la antropología pudiera generar conocimiento sin dominación, surge la duda inversa: ¿es antropológico un discurso sobre sí mismo? No hay duda de que los teenek fueron, son y serán al margen de la antropología; ni ellos ni ningún otro pueblo originario necesitan ser definidos por nadie ni mucho menos requieren del antropólogo para definirse a sí mismos. Sin embargo, su diferencia profunda, aquella que abre la posibilidad al disenso, sólo es posible gracias al extrañamiento, es decir, al conocimiento adquirido por medio de métodos y marcos conceptuales ajenos a su especificidad cultural y diferencias superficiales.
Desde mi perspectiva, los museos antropológicos como el MNA tienen escasas posibilidades de transitar hacia el modelo nativo, sobre todo si son el pivote de la identidad nacional (Kuper, 2023, p. 337). No imagino el día en que el gobierno y las autoridades renuncien al discurso esencialista y entreguen las salas y las colecciones a los pueblos originarios. En este escenario, es más interesante preguntarse si realmente el MNA es antropológico. Considero que no. Hemos cometido el error de suponer que en la variedad de lenguas y de vestidos se juega la diferencia, cuando en realidad se construye, se negocia y, por ende, es responsabilidad del investigador. Ajenos a todo ejercicio crítico, en el MNA hemos promovido la contemplación de la diferencia en lugar de la participación intelectual, la cual se alcanza poniendo obstáculos a la mirada, al sentido común, a la enseñanza lineal y tradicional. Como se deduce de la museología crítica, será fundamental que en nuestras salas nadie se reconozca, incluso aquellos que están siendo representados. Como Oscar Wilde dijo para la historia, el verdadero deber de la etnografía en los museos no es representar a las culturas como realmente son, sino como realmente no son, o no saben que lo son.
“Como Oscar Wilde dijo para la historia, el verdadero deber de la etnografía en los museos no es representar a las culturas como realmente son, sino como realmente no son, o no saben que lo son”
Proyecciones
En febrero de 2025 el MNA inauguró cinco grandes salas etnográficas. Entre otras cosas, los curadores decidieron deshacerse de los criterios regionales de tal forma que el espacio de once viejas salas dio lugar a cinco grandes exhibiciones temáticas: 1) Pueblos, lenguas y territorios; 2) Procesos agroalimentarios; 3) Historias, identidades y resistencias; 4) Fiestas y rituales y; 5) Textiles. Son salas bonitas en donde la reproducción de contextos es mínima. ¡Aprendimos la lección! Desgraciadamente, la lectura continuista se profundizó ya que los objetos se exhiben sin referencias temporales ni geográficas. La eliminación de las regiones, principio de diversidad que permitía la correlación de territorios y espacios arquitectónicos, refuerza el postulado supraétnico de que los pueblos originarios conforman un bloque cultural opuesto al ser nacional: “Todos son indios y se llaman Juan”, reza el dicho racista. Si bien los criterios de regionalización fueron un dolor de cabeza por sesenta años, su eliminación aleja aún más al museo de los pueblos y las comunidades reforzando el renovado nacionalismo.

Foto 5. Sala etnográfica “Textiles de México” (Leopoldo Trejo, 2024)
Por otro lado, los discursos lineales y asertivos, las explicaciones simples, superficiales y condescendientes son la regla y los visitantes no participan intelectualmente de las exhibiciones, pues fueron hechas para presumir la riqueza cultural de la nación. En este contexto, la curaduría consistió en amontonar piezas extraordinarias para alcanzar gran vistosidad e impresionar al público. Se folclorizó a los pueblos originarios perpetuando (¿renovando?) los estereotipos de tal forma que la vieja oposición entre arqueología y etnografía, entre el indio muerto y el vivo, hoy se plantea en términos del majestuoso pasado versus el vistoso presente, solución que permite a muchos mexicanos reconocer sus raíces nacionales en los pueblos vivos, proceso de apropiación cultural que justifica que el Estado hable de ellos en términos de “nuestros pueblos indios” o “nuestras raíces vivas”.
A pesar de sus virtudes, las nuevas salas reprodujeron al pie de la letra el viejo esquema tradicional y, por lo tanto, como Narciso, su reflejo sólo les habla del Yo nacional. Indiferentes a la crisis global de los museos, a las teorías museológicas alternativas, a los reclamos de los pueblos originarios, pero confiados en el éxito de las salas arqueológicas que les aseguran una mínima cuota de visitantes, los curadores-etnógrafos creen que basta con actualizar las exhibiciones a partir de viejos y agotados esquemas.

Se folclorizó a los pueblos originarios perpetuando (¿renovando?) los estereotipos de tal forma que la vieja oposición entre arqueología y etnografía, entre el indio muerto y el vivo, hoy se plantea en términos del majestuoso pasado versus el vistoso presente, solución que permite a muchos mexicanos reconocer sus raíces nacionales en los pueblos vivos, proceso de apropiación cultural que justifica que el Estado hable de ellos en términos de “nuestros pueblos indios” o “nuestras raíces vivas”.”
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Doctor en Estudios Mesoamericanos (UNAM, 2023); maestro en Antropología Social (ENAH, 2003) y licenciado en Etnología (ENAH, 2000), desde 2004 es profesor-investigador de tiempo completo del Instituto Nacional de Antropología e Historia. De 2004 a 2022 estuvo adscrito a la Subdirección de Etnografía del Museo Nacional de Antropología donde se desempeñó como curador de las colecciones etnográficas de los pueblos totonaco, teenek, tepehua, popoluca, zoque y mixe. Desde 2022 a la fecha está comisionado al Museo Casa de Carranza. De septiembre de 2020 a la fecha es profesor de asignatura en la Facultad de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México, en donde imparte las materias del ciclo propedéutico Etnografía de la Música I y II. Desde 1996 a la fecha ha realizado investigación etnográfica entre los grupos totonacos del centro (Zongozotla, Zapotitlán, Ixtepec, Huehuetla (Puebla) en la zona serrana; y Papantla (Veracruz) en la zona costera. Entre los totonacos del norte ha centrado su trabajo de campo en Pantepec (Puebla). En los periodos comprendidos entre 2001-2003 y 2013-2016, realizó trabajo etnográfico entre el pueblo zoque de Oaxaca (Santa María y San Miguel Chimalapa, Oaxaca). Sus campos de interés son la mitología y el ritual entre los pueblos de tradición mesoamericana, así como la curaduría etnográfica.