Jamás es fácil decir adiós. Nunca es sencillo poder comenzar a caminar de nuevo cuando acabas de perder a alguien cercano; el ajuste a esa nueva realidad es dura, dolorosa y sombría, pero ahora es aún peor.
Los que hemos perdido a familiares o amigos en el último año debido al COVID-19, pasamos por situaciones que jamás podremos borrar de nuestras mentes. No solo vimos partir a esa persona querida rumbo al hospital, con toda nuestra fe y esperanzas puestas en su recuperación y en que pronto volveríamos a estar juntos. En el proceso, se nos prohibió estar ahí con ellos, así que tuvimos que dejarlos solos, asustados y sin poder asegurar por cuánto tiempo dejaríamos de vernos, o si incluso volveríamos a hacerlo. Quienes fuimos un poco más afortunados, pudimos mantener una comunicación intermitente directa gracias a un celular, pero básicamente para recibir noticias médicas una vez al día, hasta que finalmente, en una de esas llamadas, escuchamos un “Lo sentimos, hicimos todo lo que pudimos”.
No hubo oportunidad de despedirnos, de abrazarlos. Tampoco hubo un funeral para decir adiós o para recibir consuelo de las personas cercanas. Únicamente el recuerdo de cómo se fue al hospital, y una caja con cenizas, que tampoco puede ser depositada porque la pandemia no lo permite.
No hay cierre emocional, no hay acompañamiento, no hay más que preguntas: ¿Por qué? ¿Qué falló? ¿Cómo llegamos a esto?
Al menos en mi caso, todo este tormentoso proceso sin duda dejará una huella tan profunda que probablemente jamás se borrará, con la cual tendré que aprender a vivir, aunque me estruje el corazón, de una forma, como jamás pensé que sentiría.
Deseo que esta historia sirva como un pequeño homenaje para todas aquellas personas que han pasado por la pérdida de alguna persona cercana debido a esta pandemia, y que, en el proceso, no tuvieron la oportunidad de estar cerca o despedirse de ellas, y que viven aún con esa pena, esperando que, algún día, nos encontremos mejor.