A más de un año que inició el confinamiento que azotó nuestras realidades a causa del SARS-CoV-2, y aún sin ver un final concreto de la pandemia, podemos empezar a hacer un recuento de las innumerables secuelas físicas, emocionales y psicológicas que nos ha dejado el COVID-19.

Hoy más que nunca me queda claro que los humanos somos seres sumamente sociales y que vivir aislados nos ha generado un sinfín de desajustes, algunos de los cuales sanarán en cuanto podamos salir de casa de manera rutinaria, otros necesitarán un poco de esfuerzo, tal vez terapia, pero habrá huellas tan profundas y dolorosas, que probablemente jamás se irán, y con las que tendremos que aprender a vivir.

En mi caso, como mujer, me quedé sin esos espacios pequeños de tiempo donde podía ser solo yo, donde podía desahogarme y olvidarme, al menos por un rato, de los problemas vanos y cotidianos que ahora azotan mi mente todo el tiempo, porque desconectarte del mundo, cuando vives en el mismo escenario, es prácticamente imposible.

Como madre, he tratado de ser empática y paciente, pero lo cierto es que los meses de encierro, la cantidad de horas frente a los dispositivos durante las clases y el poco espacio que se tiene para jugar, han provocado algunas veces un desquicie excesivo.

Como madre, he tratado de ser empática y paciente, pero lo cierto es que los meses de encierro, la cantidad de horas frente a los dispositivos durante las clases y el poco espacio que se tiene para jugar, han provocado algunas veces el desquicie excesivo, perder el control, con regaños, gritos y castigos, probablemente excesivos, que acompañan una situación de vivir bajo tanta presión por tanto tiempo. 

En el plano profesional, no ha sido fácil combinar las labores domésticas cotidianas y cumplir con fechas de entrega de proyectos y reportes. Asistir a las juntas virtuales sin que haya un llanto en mi trasfondo, puede considerarse ya un gran logro. El estrés que genera tratar de estar en dos o tres “espacios” al mismo tiempo, y el sentir que pierdes el control de todo, hace que caigamos de nuevo en el desquicie del que recién hablaba.

He visto también cómo mis hijos han sufrido un rezago importante en su desarrollo social y lingüístico. Su comunicación con el exterior ha sido prácticamente nula. En el mejor de los casos, no son más de 10 personas con las que mantienen contacto físico esporádicamente, y nunca al mismo tiempo. Mi hija mayor me dice que, con frecuencia, se siente extraña, sola, aburrida, triste, sobre todo porque extraña a sus pares, alguien que hable y viva lo mismo que ella. Es evidente que el encierro ha sido el causante de estas sensaciones. Sin embargo, la huella más profunda y dolorosa que deja esta terrible realidad que nos ha tocado vivir hoy es la pérdida de un ser querido.

Jamás es fácil decir adiós. Nunca es sencillo poder comenzar a caminar de nuevo cuando acabas de perder a alguien cercano; el ajuste a esa nueva realidad es dura, dolorosa y sombría, pero ahora es aún peor.

Jamás es fácil decir adiós. Nunca es sencillo poder comenzar a caminar de nuevo cuando acabas de perder a alguien cercano; el ajuste a esa nueva realidad es dura, dolorosa y sombría, pero ahora es aún peor.

Los que hemos perdido a familiares o amigos en el último año debido al COVID-19, pasamos por situaciones que jamás podremos borrar de nuestras mentes. No solo vimos partir a esa persona querida rumbo al hospital, con toda nuestra fe y esperanzas puestas en su recuperación y en que pronto volveríamos a estar juntos. En el proceso, se nos prohibió estar ahí con ellos, así que tuvimos que dejarlos solos, asustados y sin poder asegurar por cuánto tiempo dejaríamos de vernos, o si incluso volveríamos a hacerlo. Quienes fuimos un poco más afortunados, pudimos mantener una comunicación intermitente directa gracias a un celular, pero básicamente para recibir noticias médicas una vez al día, hasta que finalmente, en una de esas llamadas, escuchamos un “Lo sentimos, hicimos todo lo que pudimos”.

No hubo oportunidad de despedirnos, de abrazarlos. Tampoco hubo un funeral para decir adiós o para recibir consuelo de las personas cercanas. Únicamente el recuerdo de cómo se fue al hospital, y una caja con cenizas, que tampoco puede ser depositada porque la pandemia no lo permite.

No hay cierre emocional, no hay acompañamiento, no hay más que preguntas: ¿Por qué? ¿Qué falló? ¿Cómo llegamos a esto?

Al menos en mi caso, todo este tormentoso proceso sin duda dejará una huella tan profunda que probablemente jamás se borrará, con la cual tendré que aprender a vivir, aunque me estruje el corazón, de una forma, como jamás pensé que sentiría.

Deseo que esta historia sirva como un pequeño homenaje para todas aquellas personas que han pasado por la pérdida de alguna persona cercana debido a esta pandemia, y que, en el proceso, no tuvieron la oportunidad de estar cerca o despedirse de ellas, y que viven aún con esa pena, esperando que, algún día, nos encontremos mejor. 

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