La emergencia de la COVID-19 resaltó lo enormemente lábil de muchos aspectos del mundo que vivimos. Normalmente los sistemas sociales son en un sentido conservadores. Intentan mantener un orden social inmutable. Las sociedades son capaces incluso de absorber ciertas tensiones generadas al interior de sí mismas con el objetivo de retrasar el cambio y así mantenerse constantes. El papel de muchas de sus instituciones sociales es precisamente ese, perpetuar un orden social, reproduciendo entre los ciudadanos formas de pensamiento y de acción. Y sin embargo, la aparición de una microscópica partícula pseudoviviente, causante de la actual pandemia, en solo 5 meses ha generado la mayor crisis económica y social desde la Segunda Guerra Mundial.

La primera reacción de muchos países ante la declaración de la pandemia fue instrumental un plan de resistencia para unos cuantos meses, luego de los cuales volveríamos a la normalidad acostumbrada. Tal posición duró poco tiempo, pues un miedo mayor al contagio y la enfermedad, la crisis económica o el confinamiento y el aislamiento social, empezó a surgir casi de inmediato: el miedo a que la excepción se convirtiera en regla y que, por un tiempo imposible de calcular por ahora, la inestabilidad se hiciera cargo de lo cotidiano, todo ello bajo el eufemismo, por sí mismo contradictorio, de la llamada “Nueva normalidad”.

El papel de muchas de sus instituciones sociales es precisamente ese, perpetuar un orden social, reproduciendo entre los ciudadanos formas de pensamiento y de acción.

La excepcionalidad de los procesos emergido por la COVID-19 podrán convertirse en el futuro en cotidianos, en la regla y la norma, en la medida que se mantengan a lo largo de un tiempo considerable, una vez que el miedo que está detrás de todas esas nuevas prácticas se institucionalice, es decir, cuando el miedo al contagio y a la enfermedad, pero también a la estigmatización social se normalice y se reproduzca con la misma celeridad del virus en nuestros espacio públicos y privados, en los medios de comunicación, en nuestras universidades, en las familias o las empresas, incluso en la soledad más personal e íntima. Será en ese momento cuando la Nueva normalidad habrá ganado a pulso su carta de identidad.

Por el momento es miedo, sí, pero a la incertidumbre de cuándo terminará la pandemia, a la incertidumbre de si la ciencia será capaz de encontrar un tratamiento o una vacuna próximamente, si el virus será eliminado, o si por el contrario, llegó para quedarse y tendremos que aprender a vivir con ello. Mientras tanto, algunos ven en el contexto el origen de nuevas formas de relación, de producción y de educación, fundamentalmente centradas en el teletrabajo y la educación en línea.

Un mundo donde no hará falta transportarse al lugar de trabajo ni a la escuela, con el consecuente ahorro en instalaciones y desplazamientos. Un nuevo mundo donde seamos capaces de innovar estrategias pedagógicas que superen los “caducos” esquemas de la relación maestro-alumno interactuando en un aula. Un mundo donde el tiempo y la actividad sean eficientes y productivas. Un mundo donde los individuos sean eso y no sociedades interactuantes, organizadas, rebeldes o inconformes. Un nuevo mundo para un nuevo tipo de ciudadano. Un nuevo mundo, confinado, productivo, distanciado, ordenado, controlado; un nuevo mundo donde el miedo sea capaz de instaurar un nuevo orden, una nueva normalidad. ¡Utopistas del mundo, uníos! Parecen decir estos heraldos del nuevo orden.

¿Quién y bajo qué criterios diseñaran este nuevo mundo feliz? ¿La nueva normalidad será más libre, democrática, justa e igualitaria?

Sin embargo, para la creación de ese nuevo orden hacen falta personas que trabajen para que ello sea posible. No solo médicos o científicos, jueces y abogados que formalicen las nuevas prácticas, que tipifiquen los nuevos delitos, que determinen las penas correspondientes a los mismos; de fuerzas públicas que sean capaces de garantizar las nuevas reglas de “convivencia”. Hoy, en Alemania o España, se habla de la necesidad de aumentar el número de “rastreadores”, que son las personas encargadas de dar seguimiento a la cadena de contagio, hasta encontrar al llamado “paciente cero”, para así poder eliminar los nuevos brotes del virus hasta antes de la llamada transmisión comunitaria.

Pero entre la utopía y la distopía hay pocas diferencias que no sean simplemente de sentido. ¿Quién y bajo qué criterios diseñaran este nuevo mundo feliz? ¿La nueva normalidad será más libre, democrática, justa e igualitaria? Para muchos, cualquier proyecto de naturaleza utópica deberá considerar esos aspectos, o no ser. ¿La Nueva Normalidad será capaz de considerarlo como necesidad intrínseca de la condición humana y como piedra de toque de cualquier proyecto que busque la instauración de un nuevo orden?

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