Cuando el amor llega así de esta manera.

Uno no tiene la culpa.

El paso de los años ha propiciado que los pocos lugares que tenían el mismo giro que Barba Azul hayan desaparecido por la mala imagen de promover el abuso sobre la mujer. Estoy consciente de la problemática que afecta a mi país. Por ello, he creado un pacto en donde cada noche solo pago por bailar, beber y sentir los metales del grupo que me hacen vibrar el cuerpo. Los cabarets son centros de convivencia social donde pasa lo que uno quiere que pase y son parte de la cultura que define la vida social de la Ciudad de México. Para ello, es necesario que la multitud comience a mover los hombros cuando se escucha el güiro de una buena cumbia. Para que se sienta el calor del baile es necesario apretujarse entre el gentío para perderse en el anonimato por no saber bailar. Fomentar el individualismo; venir a solas y practicar el voyerismo recreando alguna fantasía con alguien más es algo que sucede sólo en los centros sociales de esta ciudad. Esa es parte de las emociones que se debe de experimentar. 

En la noche clara, vestida de estrellas. Suenan los tambores en la playa de Marbella.

Es mi tercer baile y las piernas me tiemblan. Me muevo con torpeza. La cerveza ha relajado mi mente pero mi cuerpo sigue entumecido. Los más atractivos son los más solicitados. Una chica se acerca a un fichero de mi mesa, llega otra y lo jala del brazo. ¡Se lo arrebatan! Con el boleto extendido en la mano, me mira: —  ¿Bailamos? La pista se llena de ficheros, de chicas que no alcanzaron hombres y bailan con quien sea. También están los clientes que se acaban de enterar que hay un evento especial y se lanzan por las ficheras que sobran en esta jornada. Desde las mesas el cuadro para bailar es minúsculo. Desde la pista de baile el cabaret se ve enorme. Los empujones, pisotones o el mamón que necesita cuatro metros para bailar son parte de los aconteceres de esta noche. Y bailar así, ¿para qué? Sin embargo, todos tenemos derecho a movernos, aunque lo hagan bien culero y otros se ajusten a danzar en un metro cuadrado. Al fin y al cabo, el Metro de la Ciudad de México ya nos ha entrenado en la convivencia en espacios reducidos.

Los cabarets son centros de convivencia social donde pasa lo que uno quiere que pase y son parte de la cultura que define la vida social de la Ciudad de México.

La chica en turno se mueve con aturdimiento. Imagino que no sabe de baile porque no distingue a qué ritmo me estoy moviendo; la música tiene el ritmo suave de un son, sin embargo, lo hago como si fuera una cumbia. En el baile soy amateur. Me muevo con soltura en la cumbia de callejera y un poco de salsa. En lo demás soy pésimo. No obstante, el aprendizaje que he descubierto por bailar muchas horas seguidas me ha permitido sentir los cuerpos y adaptarme para que el movimiento sea satisfactorio y cautivante. Los verdaderos bailadores manejan todos los ritmos: bachata, danzón, rock and roll, salsa en línea, cubana, cumbia, son y demás. Quizá los verdaderos maestros estarían ofendidos por mi desempeño de esta noche. Creo que los ficheros, más que dominar los estilos, deben de imitar a las ficheras del cabaret. Ellas son las maestras del movimiento y no sólo controlan todos los ritmos musicales, sino que se ajustan a los caprichos emocionales de los clientes. 

Enfermera no me haga sufrir, enfermera no me hagas llorar.

No es muy tarde y me saca a bailar una chica bajita, con cierta alegría alcohólica. Mientras comenzamos con el movimiento base, siento una contrariedad que hace que el meneo al unísono se dificulte. Miro hacia abajo y descubro que un pie es más corto que el otro. Podía haber sobrellevado el asunto o hacer una plática innecesaria para digerir los cuatro minutos de música y al final llevarla a su mesa. Pero apliqué mis breves herramientas rítmicas y logré adaptarme a su tiempo. Si tuviera que representar de forma numérica el baile sería como el 1, 2 y ¼, en lugar del ritmo básico del 1, 2.  Al terminar la canción extiende sus brazos sobre mi espalda y dice: —Gracias

Venir a solas y practicar el voyerismo recreando alguna fantasía con alguien más es algo que sucede sólo en los centros sociales de esta ciudad. Esa es parte de las emociones que se debe de experimentar. 

Regreso a la mesa. No hay cerveza. Había hecho cuatro bailes sin parar. Veo al jefe del evento y le pido que nos hidrate de nuevo. Aprovecho para subir al sanitario y en el camino arrojo miradas torpes para jalar algunas clientas. El baño se encuentra en la parte de arriba. En sus tiempos de auge, el Barba Azul ocupaba el primer piso con música y baile; ahora es un piso que parece obra negra con una exposición fotográfica permanente de las mujeres y músicos que han sido parte del elenco histórico de la vida nocturna en la colonia Obrera. En la entrada hay un personaje que lleva más de treinta años atendiendo los “miaderos”. Él resalta cada noche la higiene de los azulejos viejos y percudidos dejando en el aire una picazón por el exceso de cloro. Don Jesús limpia los charcos que los borrachos dejan fuera del mgitorio, con una jerga vieja percudida. Acude murmurando un soliloquio al vómito que se derrama por fuera de la taza de baño. Me extiende unos cuadros de papel para sacarme las manos. Ahora somos amigos. Me lo he ganado con veinte pesos cada que asisto al cabaret. Antes de dejarle la propina obligada, su forma acosante te obligaba a evitar el mingitorio. Pero ahora, hasta me cuenta que tuvo infinidad de encuentros sexuales. Algunos por dinero y otros por puro placer. El hombre moreno con cabello blanco se mueve en forma de coito para ejemplificar la escena en donde me encuentro, mientras me acomodo la camisa. Regreso a la mesa. La sed es grande y me bebo de golpe una cerveza. Al final del trago mi cuerpo se empareja con el estado etílico de mi cuerpo.  Miró al jefe y le agradezco la cubeta de chelas.

No estoy triste, no es mi llanto. Es el humo del cigarillo que me hace llorar.

Carlos es el que organiza a los ficheros. Cuando apliqué a la convocatoria posteada en Facebook me citó un jueves para realizar un casting. Fue una noche como otras en el Barba Azul, pero con muchas chicas sentadas en la misma mesa, congregadas para la selección de los ficheros. Ellas tenían la encomienda de evaluar algunas aptitudes de los voluntarios. La difícil tarea consiste en determinar si el desempeño del participante era el adecuado: porte, elegancia, actitud y, la más complicada, trato amable y seductor. Creo que en las dos primeras pasé las expectativas, pero la actitud me dejaba una brecha de ambigüedad por entender cuál sería la más adecuada, puesto que el trato seductor en el baile me parece exagerado porque minimiza los movimientos del zapateo. Sin embargo, estoy dispuesto a poner en práctica mis ejercicios de actor con tal de conseguir algo esta noche. Así, bailé con todas las chicas. Me gustaría decir que con todas lo hice estupendo, pero eso sería una ridícula mentira. Tuve tropiezos e incoherencias rítmicas porque no todas las chicas bailan de la misma forma y cada una busca algo distinto en el acto con los hombres. Algunos varones se pegan al cuerpo de las mujeres para sentir sus senos y colocarles el pene en la entrepierna. Hay otros que aprovechan los giros para tocar los senos o las nalgas con la mano para “saborear” el cuerpo de una mujer mientras se baila. Esa práctica se asemeja al roce incómodo que sucede en el transporte público. Pero parece que, para algunos, eso es importante en el baile para conseguir un diez en el casting. Llega el turno de una chica morena radiante, me toma de la mano y me baila a su modo toda la canción. Supongo que en esa prueba reprobé, porque no logré fluir en el baile y me sentía avergonzado por estar tan cerca de ella, porque toda la canción la hicimos pegados como en el video de Kaoma: Lambada. 

He encontrado bailes en la Alameda, La Merced y otros rincones de algunos barrios. Sin embargo, nada como el Barba Azul.

Urge, una persona que me arrulle entre sus brazos, a quien contarle de mis triunfos y fracasos, que me comprenda y que me quite de sufrir.

Una amiga levanta la mano y me acerco a saludar a la mesa. Había llegado con refuerzos. Me presenta a su madre y sus tías. Le explico la dinámica y regreso a mi mesa. En la pista se mueve una mujer blanca. Sus movimientos se ven muy marcados y resalta entre el desmadre de la pista por su altura. La salsa en línea es su mejor destreza. Su ritmo me intimida porque baila con los chicos que le tocan el cuello, le meten la mano en el cabello y le hacen una quebradora cuando termina la canción. Ella había bailado con todos. La canción siguiente me saca a bailar y mi mente no reacciona a las exigencias coreográficas de la extranjera. Decimos gracias de forma amable y me devuelvo a mi lugar. Había perdido en mi territorio por una güera de 1.90, como en la guerra de los pasteles de 1838, porque yo no aprendí los movimientos en una academia de baile. Después de unas canciones me sacan a mover a las tías. Con ellas me repongo de las fichas perdidas por los chicos atractivos. Bailo con todas y me cuentan que los ficheros, de alguna forma, las evitan porque prefieren bailar con las más jóvenes. Para mí, eso resultó una ventaja porque ellas bailaban de la forma en que yo había aprendido. Cuando bailé con la madre de mi amiga me acordé cuando, en un baile de la primaria, mi pareja no se presentó y mi maestra de español, que me gustaba demasiado, llegó al rescate y bailó conmigo todo el festival. 

Cantinero de cuba cuba, cuba. Solo bebe aguardiente para olvidar.

Sin darme cuenta ya me encontraba alcoholizado. Pasaban las dos de mañana y no habíamos dejado de bailar. El jefe nos hace una señal de que ha terminado nuestra labor humanística. Los ficheros pierden la postura y emigran a otras mesas. Bebo la última cerveza que me queda. Me quedo solo en la silla roja percibiendo como el cuerpo resiente los estragos del bailoteo. Alargo la pausa esperando a que alguien venga a rescatarme, invitarme un trago o que me sienten en su mesa. Alguien que se haya olvidado de bailar conmigo. Alguien debería de aprovechar, ya que no voy a cobrar porque yo no trabajo aquí.

* * * * *

Es febrero del 2022. He encontrado bailes en la Alameda, La Merced y otros rincones de algunos barrios. Sin embargo, nada como el Barba Azul. Le escribo a Carlos preguntado por algún dato que logre apaciguar mi deseo. 

Mientras… 

Espero.

Espero. 

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