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Un día de trabajo…

La Ciudad de México tiene varias zonas con importante flujo económico. Cuando en esos lugares no hay gente ni ventas se le llama un día muerto. Era un martes por la tarde y el ambiente se percibía pesado, muerto, como si fuera un domingo. Todo lucía igual, pero el tiempo transcurría muy lento, como en la película Titanic, en donde parece que el pinche barco nunca se hundirá. 

Aunque existiera el deseo de salir corriendo, como si se tratara de un incendio, no lo hacíamos porque en cualquier momento podría aparecer una feria: dinero, un cambio, billetes…

Somos coyotes, y perdón por la comparación zoológica, pero desde antes de que yo naciera, estos mamíferos de ciudad ya andaban merodeando en estos y otros barrios. Allá por los barrios de Iztapalapa, Buenos Aires, la Doctores, Peralvillo o la Ronda. Buscamos clientes; ingenuos que no tienen conocimientos certeros  sobre el tema de las autopartes. En este laberinto lleno de autos fragmentados, nosotros sabemos quién vende lo que tú necesitas. Desde un tornillo hasta un auto completo, de carros nacionales o importados. Aquí trabajan personas de todo tipo: viejos, gays, lesbianas, jóvenes, luchadores, boxeadores, secuestradores, exreclusos, drogadictos, viciosos, padres e hijos —aunque, si yo tuviera hijos, seguramente no les enseñaría el oficio de la manipulación y el engaño—.

Somos coyotes, y perdón por la comparación zoológica, pero desde antes de que yo naciera, estos mamíferos de ciudad ya andaban merodeando en estos y otros barrios.

El objetivo de merodear por acá es generar dinero, de dónde sea y cómo sea. Algunos personajes se desdoblan para ganar la confianza de los clientes: “No desconfíe, es la pieza para su modelo”. Somos libres, nadie nos exige algo. Somos nuestros propios jefes, llegamos y salimos a la hora que deseamos. Si queremos asistimos a nuestra inmortal esquina. Eso sí, cada uno con su propia manada. A veces se puede trabajar con otros grupos, pero eso puede fragmentar los lazos de nuestra familia callejera.

Los días son distintos y contradictorios, podemos trabajar todo el día y producir poco dinero o estar sólo un  rato y ganar el efectivo de una semana. Hay quienes no descansan, ni en Navidad ni en Año Nuevo. Para algunos ésta es su segunda chamba, para otros es la vida misma. Para mí es lo que me da dinero y libertad para poder estudiar.

No existen formalismos de ningún tipo, pero entre nosotros existen reglas —“no bajarnos” a los clientes es una de ellas—, y cuando son transgredidas, se vuelve explícito el sobrenombre de “coyote” porque empezamos lanzando la mordida, la mentada de madre y terminamos en putazos o en madrizas. ¡Claro! Así es la calle, y la calle es dura. El lugar en donde puede pasar de todo, hasta lo inimaginable, el terreno en donde la razón es lo que menos importa.

El territorio es inseguro, no contamos con ningún tipo de seguridad social ni beneficios laborales, los únicos préstamos que logramos conseguir es cuando algunas veces nos facilitamos unos cuantos pesos entre nosotros mismos para salir de los pedos. También sucede que nos “vamos de banda” con el dinero de la pieza que nos prestaron, que ya vendimos y no la pagamos a la persona que nos la prestó. Algunos pagan al otro día o hasta en cómodos abonos. La cuestión es no deber, eso depende de la moral de cada uno. Si no pagamos, quedamos en la lista negra, y ya no se nos presta la mercancía y quedamos fichados como “persona que no paga”. Tomamos vacaciones cuando queremos, por el tiempo y la temporada no paramos, lo importante es haber conseguido el dinero suficiente para salir de la tensión que se respira todos los días.

Las refaccionarias son un factor importante en este terreno, ya que sin ellas no existimos. Algunas  nos dan comisión por comprarles, otras nos dan barato. Hay un trato distinto al de un cliente. Al él se le da  un precio y al coyote otro. Existe un contrato invisible, tácito, algo que ambos conocemos, en el que se especifica que, por cualquier venta realizada, tenemos que llevar lo “nuestro”, nuestra ganancia o comisión.

¡Claro! Así es la calle, y la calle es dura. El lugar en donde puede pasar de todo, hasta lo inimaginable, el terreno en donde la razón es lo que menos importa.

A este oficio lo llamo el arte del discurso y el engaño. Muchos actores podrían aprender algo de estos grandes personajes de la no ficción. Lo importante es ganar  la confianza del cliente o de la víctima, a como dé lugar. Por el tiempo que dure la venta te conviertes en su mejor amigo, su confidente, su amante, su compadre, padre, madre, hermano, sin importar el sexo, o nos volvemos carnales del mismo barrio. Aquí uno demuestra que el lenguaje es  indispensable, las palabras deben ser sutiles o salir con fuerza, todo depende de las circunstancias.

Las conversaciones, los chistes y las bromas son algo  común cuando no hay nada que hacer. Cuando eso sucede estamos peor que leones enjaulados. Algunos platican en la esquina, algunos hacen ejercicio, fuman mota, o comparten las caguamas, otros utilizan a los automóviles como las más placenteras recargaderas. Mi lugar de trabajo es a unos     diez metros de Pedrell, esquina con Wagner, en el barrio de la Peralvillo.

Aquel día, el día del que les cuento, yo me encontraba recargado en un coche en medio de la calle. Otros tres compañeros conversaban sobre un auto Astra que estaba próximo a mí, a unos  cinco metros. Pasaban de las cinco de la tarde. Todos esperamos a que dieran las seis para largarnos de ahí. El dueño de una refaccionaria junto con su empleado llegó en una motoneta color amarilla a preguntarme sobre un espejo que me habían prestado hacía unos días. Llegaron a cobrarme. Yo discutía con ellos sobre el precio, era absurdo pagar más de quinientos pesos por ese artículo. Es como comprar un gansito en treinta varos. Es casi un robo. Pero ésta es una disputa común como la de cualquier otro día.

Lo que ocurrió a continuación fue lo inesperado. De pronto, aparecieron rapaces jóvenes con indumentaria de reguetoneros —gorras con brillitos, pantalones pegados, arremangados de abajo y los tenis blancos Jordan — a bordo de una motoneta roja. El sonido que suscitó nos sacudió de nuestra monotonía aletargada. Tres disparos de balas calientes se incrustaron en el cuerpo de un colega que reposaba plácidamente en el vehículo azul marino. Todo pasó muy rápido, excepto la unidad móvil de emergencia. Nos acercamos para apoyarlo. Veíamos dos puntos rojos en su playera blanca y otro en su pierna. Eran casi insignificantes. Sus ojos eran extraños. Era una mirada que nunca había visto. Era una mirada de incertidumbre, de la muerte. De un posible futuro. Las voces de apoyo, de consuelo, rebotaban por todos lados, pero su semblante era el mismo, parecía estable. Lo subieron a la ambulancia y se alejó rápidamente.

A este oficio lo llamo el arte del discurso y el engaño. Muchos actores podrían aprender algo de estos grandes personajes de la no ficción.

Lobos, hienas, chacales y demás ejemplares nos  despedimos con nuestros mejores deseos esperando verlo de nuevo. Sin embargo, siendo coyotes de la localidad y dominando este boscaje de asfalto, conocemos y aceptamos los riesgos de que ninguno está exento de que nuestros “cazadores” nos vigilen y acechen, y que por una disputa de viles cuatrocientos pesos, como sucedió ese día, la vida de un coyote puede terminar, un ejemplar a punto de extinción.

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